domingo, 1 de diciembre de 2013

Sala de abordaje: los anfitriones



Durante los 25 años que viví bajo el techo de mis papás -una edad avanzada para la banda que vive en Europa- viví toda una tradición de ser anfitrión. Lo quisiera o no.

Tuvimos años en los que dejábamos una visita en el aeropuerto y al día siguiente recogíamos otra en la central de autobuses sólo para recoger a alguien más unos días después. Me convertí en el chofer de la familia y le agarré gusto al ritual de levantarme temprano para ir, sobre todo, por mi abuelísima: si alguien hubiera filmado todas las veces que llegué por ella y montara todo en edición rápida, notaría a una mujer que hace diez años todavía podía esperar a las afueras de la estación con sus maletas y subirse al coche sin ayuda, luego notar que esperaba sentada adentro de la estación, luego verla acompañada de alguien sosteniéndola del brazo -de quien seguramente se quejaría en secreto, la muy gruñona. He ido por primos, tíos, tías, primas, tías abuelas, primos segundos, primas segundas, amigas de la infancia de mi madre y amigos míos. Todos han llegado a mi casa para quedarse más de una noche. Con todos la hice de guía de turistas. No todos han dejado la misma impresión. Y ahí es donde comencé a desencantarme.

Desafortunadamente, hubo una temporada en la que llegaban más parientes indeseables que deseables. En tiempos en que el círculo familiar debía estar unido para enfrentar problemas que competen únicamente a mis papás, hermanos y yo, había una especie de filtraciones, de humedad en forma de visitas que quizás con toda la buena intensión del mundo -o quizás con la mala- intervenían en las dinámicas sólo para empeorarlas.

Lo peor tenía que ver con lo que le competía a las familias dentro de la familia.

Había gentes que llegaban a decirme que "los llevara", en tono afirmativo y no de pregunta, a centros comerciales con una caradura impresionante cuando lo que se necesitaba, desde que mi abuelísima enfermó de cáncer, eran manos de ayuda y no de pseudo poder adquisitivo. "Sí, primo: vengo desde muy lejos a ayudarles a llevar a mi abuela al hospital, a consulta, y a quimioterapia mientras ustedes trabajan o estudian, yo me puedo aguantar las ganas de ir a Andares a endeudarme con una bolsa coach por el momento", dijeron algunas visitas, nunca.

Eso me quitó el entusiasmo por recibir a ciertas visitas cuando antes me podía valer un carajo si me caían bien o no.

Traigo a colación esto porque creo que al regresar a Guadalajara volveré con ánimos renovados para ejercer el anfitrionismo en los confinitos de mi pequenio departamento en Santa Tere.

En lo que va de mi viaje, me ha tocado disfrutar de la generosidad de tres personas. Dayanna, Étienne y Manouk.

1. La corredora

"A partir de este momento, esta ya no es tu casa, podrás visitarnos cuando quieras, pero no hay nada en este pueblo para ti, debes hacer tu vida en otro lado", con estas palabras que a muchos les suena como una dura patada emancipatoria en el trasero, pero que para mí guardan el amor más puro, Dayanna fue enviada por su madre a Guadalajara, donde ha vivido, estudiado y trabajado sola desde entonces. Ahora estudia una maestría en la London School of Economics y en tres meses ha visto menos de Londres de lo que yo vi en 10 días. Así de cabrón está el estudio y el empeño que pone: habla del Strata como un geek habla del Play Station 4.

Desde antes de irse me dijo que podría llegar a su casa sin problemas. Es decir, somos amigos desde hace rato. Confidentes digitales y de carne y hueso. A lo mejor es únicamente la amistad lo que le hizo abrirme las puertas de su hogar. Pero quizás las ganas de ayudar respondan a que sabe lo difícil que es tocar puertas cuando uno anda por su cuenta. Ya corrió un maratón, ahí hay algo de evidencia.

Me hubiera gustado convivir más con ella en las calles de Londres y no en la mesa de su casa, donde nos desvelamos: ella resolviendo problemas de microeconomía y yo escribiendo sobre temas que a veces tienen que ver con mi micro economía. Plop.

2. El amigo de Paikea

A pesar de conocerlo desde hace siete años cuando fundamos Ciudad para Todos junto a otros ciudadanos con ideales de cambio para la ciudad, por razones que escapan a mi entendimiento, nunca tuve la oportunidad de convivir con Étienne tanto tiempo juntos. Sin embargo, no ocultó su entusiasmo al saber que iría a Londres y que tenía ganas de verlo.

Me invitó a una conferencia que dio ante cerca de 200 alumnos de maestría sobre la importancia de definir primero quiénes son antes de continuar un estudio en el área de las políticas de desarrollo. Un momento público e íntimo también, pues compartió detalles sobre su vida que lo movieron a dejar trabajos bien pagados pero de agenda cuestionable en pro de algo acorde con su definición de cómo debería ser el mundo.

"Te entiendes con los perros?", me preguntó antes de pedirme que sacara a pasear a Paikea, un caramelo de criatura en cuatro patas que convierte al londinese promedio y de jeta apresurada en un humano de sonrisa fugaz. Acepté con gusto. Los días posteriores Paikea se ofreció a sacarme a pasear a cambio de que le levantara su caquita y la pusiera en una bolsa.

3.  La que todavía cree

No terminé de decirle que cada vez es más difícil encontrar gente generosa en el mundo cuando Manouk ya estaba buscando ejemplos cercanos para refutarme.

Primero me mostró una red social de nombre holandés que mi memoria de teflón no recuerda, pero que consiste en hacerse favores mutuamente. Es decir, uno publica en su needbook (invento el nombre sólo como referencia) que necesita un taladro, e inmediatamente obtiene respuesta de gente que en esos momentos se encuentra disponible, dispuesta y próxima a prestarle lo que necesita. Un quid pro quo en el que la tecnología GPS y las ganas de ayudar son fundamentales.

Pero el ejemplo, en general, es ella. Que sin conocerme en persona me dejó su departamento para mí solito y me llevó al pueblo de sus papás a comer mousaka, sendas cervezas Amstel y pay de manzana de esos que salen en los cuentos.

Como gesto de gratitud, antes de tomar el camión de Amsterdam a Berlín, la invité a cenar. Escogió el restaurant que frecuentaban sus papás cuando ellos estudiaban. Se sorprendió al saber mis intenciones de pedir la comida para llevar. "Eso no se hace por acá". Lo comprobé cuando la mesera me trajo un envase de plástico vacío -que han de haber desempolvado- para que yo lo llenara y ella sólo pusiera un plástico encima. Nada de contenedores de unicel ni bolsitas de cartón con agarraderitas de cuerda. Nel. Pero vuelva pronto.

Por cierto, estoy invitado a los sesenta años del papá de Manouk. Pero es dentro de dos semanas. Esperan a cerca de 150 personas. Lo platicaré con Budapest, a ver si me deja.

NOTAS

1. Esta crónica se iba a llamar "Holanda bajo el cielo y el agua, parte 2", pero mutó a lo que escribiré a continuación porque tuve que adelantar mi partida hacia Berlín debido a que sólo hay una salida diaria de Amsterdam a esa ciudad. Si me esperaba al día siguiente, realmente llegaría el miércoles 3 y estoy corto de tiempo. 

2. Sala de abordaje es ese lugar que aprovecho para compartir breves interludios entre una ciudad y otra. Si todo sale bien, habrá al menos cuatro entregas mas. Hoy le toco a Berlin, desde donde estoy escribiendo en este momento en la estación de autobuses ZUB. El sol esta saliendo en estos momentos. Son las 6:29.

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